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Una novela para encadenar hilos

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Por: Rubén Darío Álvarez P.

La semana pasada el profesor Winston Morales Chavarro me regaló su novela “Tras los hilos de Ariadna”, obsequio que me sorprendió, porque hasta ese momento lo había conocido como poeta; y, por cierto, muy buen poeta, lo que ya es mucho decir, puesto que escribir poesía (buena poesía) no es tan fácil como podrían creer los fanáticos de la melosería escritural.
El profesor Winston es de Neiva, pero lleva varios años dictando clases de literatura y periodismo en la Universidad de Cartagena, desde donde ha seguido redactando sus libros, algunos de los cuales han merecido premios a nivel nacional e internacional. Incluso, algunos de sus textos han sido traducidos a otros idiomas, lo que da una idea del interés que vienen despertando estas letras fuera de Colombia.

He leído unos cuantos de sus poemas, con mucha delectación, porque me parece que tienen la fuerza, la precisión y la claridad que necesita la palabra escrita para capturar los instantes que están más allá de cada cosa. Además, es una poesía valiente, como conviene a toda poesía que se precie de serlo. El poeta —si de verdad aspira a ser poeta— debe revestirse de valentía, dado que se trata de desnudar el alma y sacar a flote lo que no cualquiera se atrevería a exponer a la luz del sol. No cualquiera se quitaría la máscara sin el menor cuidado ante los juicios del resto.

Así está construida “Tras los hilos de Ariadna”, la novela que el profesor Winston acaba de poner en mis manos. La narración es exquisitamente fluida, diáfana y certera. Rueda como una película de matices impresionantes, pero al mismo tiempo oscuros, tenebrosos, desgarradores, audaces y con todos los adjetivos que sirvan para ilustrar los demonios que habitan las mentes de los protagonistas.

Ariadna es lo que podríamos llamar (para usar una frase desde hace tiempo desgastada) una “mujer liberada”, puesto que sus pensamientos y actitudes tienen poco que ver con el transcurrir de las tradiciones en cuanto al matrimonio, las relaciones familiares, las relaciones de pareja, la valoración de la individualidad, en fin, un discurso bastante sobre expuesto en la literatura de los últimos años, pero lo novedoso —al menos para mí— en el relato del profesor Winston es que ubica a Ariadna en Colombia, un territorio aún atrapado en los vericuetos de la maledicencia comunitaria, el chisme y —sobre todo— la hipocresía social, como fundamento de eso que llaman “decencia”.

Por esas cosas, el lector llega a sentir cierto tipo de lástima por la madre del narrador, cuando Ariadna le enrostra sin piedad toda la farsa matrimonial y familiar en la que ha aguantado (que no “vivido”), simplemente por haber recibido de sus antepasados la creencia de que el único destino de hombres y mujeres es casarse, parir y envejecer al lado de la misma persona; y al mismo tiempo conteniendo los infieles deseos carnales, las odios inconfesables y cualquier cantidad de alacranes espirituales que evitan que los alienados se conviertan en la comidilla de la aldea, que es finalmente lo que más temen en el fondo de sus conciencias.

La novela fluye como un río sin mayores obstáculos en su cauce, lo que haría creer a los ingenuos que escribir sencillo podría ser lo más fácil. Todo lo contrario: no hay cosa más difícil que presentar de manera simple los conceptos y acontecimientos más intricados de la existencia. Se necesita ser un artista para lograrlo. Y no nos quepa la menor duda de que el profesor Winston lo es.

Se trata de un artista de la palabra. Sabe escoger muy bien los términos y las descripciones para narrar los encuentros eróticos de Ariadna con el amante, con sus amantes o con ella misma, pues desde el principio se deja en claro que una de sus aficiones más acérrimas es masturbarse, aun en presencia del hombre que tantas veces le ha hecho el amor con eficacia. O eso supone él.

Pero ocurre que ella desde adolescente trae esa costumbre. Aprendió a masturbarse con un conejito de porcelana que alguien le había regalado para adornar su alcoba, misma donde cayó muerta de la impresión la familiar adulta que la sorprendió dándose cariños en su vulva incipientemente peluda y húmeda como un pantano de lava hirviendo.

Es difícil también narrar escenas eróticas con la palabra escrita. Sería más fácil caer en la vulgaridad y el pésimo gusto, pero afortunadamente el profesor Winston es poeta, gracias a lo cual sabe describir muy bien la iniciación sexual de un pre adolescente con la crica anhelante y succionadora de una monja que, según ella, tenía muchos años de abstinencia, de manera que violar al niño que llevaba los quesos al convento sería su desquite más discreto y oportuno, ante la recia vigilancia de las superioras.

Por todo lo que he mencionado, “Tras los hilos de Ariadna” se lee de un tirón, casi como lanzarse a un río y dejarse llevar tranquilamente hacia la inmensidad de un mar de suculentos pasajes que desborden la imaginación, a fuerza de apuntes directos y certeros, como la flecha acostumbrada a dar en el blanco.

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