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Por Iván Sanes
Durante todos los años de ejercicio público que llevo, una de las emociones que nunca olvidaré por los siglos de los siglos fue el haber conocido de cerca al gran juglar de los Montes de María, Adolfo Pacheco Anillo, con quien mantuve un estrecho lazo de amistad y una empatìa que muy pocas veces había sentido con otras personas.
Acercarme a él y a su distinguida familia, observar de cerca esa maravillosa manera de contar sus anécdotas, de narrar su cotidianidad, de explorar en lo sencillo su pequeño mundo y volverlo universal, y esa jugosa disponibilidad para encontrar la alegría hasta en lo más trivial, lograron que mi vínculo afectivo hacia esta leyenda fuera superlativo en grado sumo.
Tuvo el placer de estar muy cerca suyo en los últimos años de su vida, y en compañía de varios amigos emprendimos una gesta que no obtuvo su objetivo final que era el de lograr que se le concediera el premio Vida y Obra de Mincultura (de manera absurda no apoyado por un bolivarense que hizo parte del jurado), pero, a cambio, lo que sí conseguí fue estrechar una cadena irrompible de sentimiento con la que considero fue y será la máxima figura del folclor de este Bolívar Grande y maravilloso.
Mantener una charla con el juglar montemariano era una verdadera joya de la oralidad con ribetes literarios. Tenía un conocimiento admirable de la génesis de muchas expresiones de nuestro folclor como la cumbia, el aporte afro e indígena, las barreras invisibles existentes entre las vertientes musicales de lo que se llamó Viejo Bolívar con otras regiones, los intríngulis de los derechos de autor, tema que fue el que escogió para su laureada tesis en la universidad de Cartagena, y, en fin, todo ese universo poético que giraba en torno a su exquisita manera de exponer sus opiniones.
Esa misma sensación que sentía cada vez que hablaba con el maestro Adolfo Pacheco fue la que observé en el rostro de Carlos Vives el día en que, en plena pandemia, organizamos una charla virtual con estos dos colosos, acompañados por Juan Gossaín, el padre Lineros y por el gran cantante Ivo Díaz.
“Confieso que quedé deslumbrado con esa sabiduría de Adolfo”, me contó el propio Carlos Vives días después de esa charla.
Supe, en las continuas conversaciones que mantuvimos durante los últimos años, que, al contrario de lo que muchos creían, era admirador de la música vallenata, en especial de la de Rafael Escalona, de quien decía era un gran letrista, lo que no le gustaba, según su criterio, el hecho que ellos metieron en el mismo costal lo que hacíamos nosotros de este lado del río con lo que se tocaba por los lados del Valle y La Guajira. “No somos ni mejores ni peores que ellos, somos distintos”, solía decir.
También me enteré que tenía cuatro canciones a las que llamaba ‘mis cuatro rosas’, que eran ´La Hamaca Grande´, El Viejo Miguel´, ´Mercedes’ y Él Mochuelo´, y que otras como Él hombre del espejo´las empezó a componer antes de cumplir los 30 años cuando andaba errabundo con Landero como los verdaderos juglares, de pueblo en pueblo y de finca en finca, cantando y parrandeando casi sin ningún pago, y con un aspecto montaraz que asustaba a sus familiares cuando regresaba a su casa.
Ahora, después de leer el fascinante libro escrito por Juan Carlos Díaz sobre la historia del gran juglar: ´Embrujo. La leyenda de Adolfo Pacheco´, comprendí que existieron muchos elementos que se confabularon, además de su inteligencia natural, para que el compositor sanjacintero recreara un mundo particular, diferente y mágico en sus cantos y en su vida cotidiana.
Personajes como ‘Cachán’ y sus corredurías, ‘Licho Pindoro’, Salgado y su pintoresco kiosco, Chely Salcedo y Gerardo de la Ossa compinches de juego y travesuras; Clemente Manuel Zabala, Germán Bustillo, el profesor José Domingo, el alcalde del cemento José de la Cruz Rodríguez, los magistrales colegios que lo forjaron: El Instituto Rodríguez y el Fernández Baena, su padre Miguel Pacheco, Landero, Toño y Ramón, la política de servicio que le inculcó Rodrigo Barraza, sus familiares, sus mujeres, sus hijos y amigos, fueron definitivos para que nuestro gran Adolfo Pacheco construyera un universo especial, festivo y sonoro como ningún otro por toda la región.
Recuerdo que me decía que le causaba mucha gracia cuando en otras partes le reclamaban porque los sanjancinteros creían que su pueblo era el eje del universo. “Es verdad -me dijo sonriendo- recuerdo que Toño Fernández una vez hizo un verso en el que decía que Dios creó el mundo con una gaita en la mano”.
Por todo eso y por haber tenido el honor de acompañarlo en sus últimas proezas artísticas como la del Festival de los Montes de María, que se hizo a su nombre, la figura de Adolfo Pacheco Anillo la llevaré guardada en un espacio muy sagrado de mi corazón, de donde nadie la sacará. ¡Qué la gloria sea eterna para usted, maestro y amigo, resuena por siempre en nuestros corazones!