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Por: Germán Danilo Hernández
El 25 de enero de 1988 fue asesinado en cercanías al aeropuerto de Rionegro, Antioquia, el entonces Procurador General de la Nación, Carlos Mauro Hoyos, por orden del capo Pablo Escobar. Su sepelio se cumplió en Medellín en medio de una inmensa, airada y dolida multitud, la asistencia de representantes de diferentes sectores del Estado, delegados internacionales, líderes políticos y sociales de todo el país y la inexplicable ausencia del Presidente de la República, Virgilio Barco Vargas.
Para la época de los hechos, que coincidió con el secuestro de Andrés Pastrana Arango, yo era un imberbe reportero del Noticiero de las 7 de la televisión colombiana, que hacía ocasionales turnos en Bogotá. Después de los funerales de Estado me correspondió cubrir la presencia del mandatario en un evento; cuanto tuve la oportunidad y en medio de una nube de reporteros, camarógrafos y fotógrafos, hice la pregunta que todo el mundo se formulaba en los corrillos: ¿Señor Presidente, por qué no asistió usted al sepelio del Procurador?
Tras un silencio prolongado miradas inquisidoras, y su acostumbrado tartamudeo, Barco Vargas dio sus explicaciones argumentando motivos de agenda, prioridades nacionales y la asistencia en su representación, de varios integrantes de su gabinete de gobierno. La respuesta abrió los titulares de emisiones de informativos de radio, de televisión y las primeras páginas de los periódicos nacionales, pero también generó un debate sobre la “irreverencia” de la pregunta formulada por el joven periodista. El mayor cuestionamiento vino del diario El Tiempo, que en una nota editorial cuestionó que se “irrespetara la dignidad presidencial” con interrogantes de esa naturaleza.
Afronté entonces la presión de ser señalado por algunos como transgresor de la línea ética y la cordura que demandaba el periodismo responsable, mientras que el director, mis compañeros de noticiero y otros colegas respaldaban el derecho a formular preguntas necesarias, independientemente de que pudieran resultar incómodas.
Eran otros tiempos en los que el ejercicio del periodismo se enmarcaba en el rigor profesional y los límites del respeto a las dignidades de los cargos, hasta el punto de que una pregunta incómoda pudiera generar la descalificación de la denominada “gran prensa”.
Mucha agua ha corrido desde entonces debajo de los puentes; el fortalecimiento de la libertad de prensa y del ejercicio del periodismo es indiscutible, pero también ha conllevado a excesos. Amparados en esas libertades algunos periodistas pasaron de las preguntas incómodas a las agresiones, las condenas públicas sin fórmulas de juicio, al irrespeto velado, con o sin razones a quienes representan la institucionalidad y al uso de mentiras o medias verdades como estrategias informativas. En simultánea desde el gobierno y un sector del oficialismo hay reacciones que superan los cauces institucionales y la sindéresis.
En sintonía con la polarización política que padece el país, se ha llegado a un debate público con pretendidas líneas divisorias excluyentes: “victimarios y victimas” o “buenos y malos”, bajo la premisa de que cualquier opción que se elija representa para unos y otros qué: “estás conmigo o contra mí”.
No es viable cerrar filas en respaldo a periodistas que con agendas ocultas transgreden deliberadamente todos los límites, ni en apoyo a un gobierno que bajo el argumento de la legítima defensa podría también incurrir en delicados excesos. Más allá de la confrontación entre periodistas y funcionarios, corresponde al Estado y al periodismo dar muestras de mesura y cordura, para que independientes de las incomodidades que puedan generarse mutuamente, se conserven las libertades y el respeto.
Asesor en comunicación política y de gobierno*