Por: Germán Danilo Hernández.
El 02 de mayo, cuando las calles de Colombia comenzaban a vibrar, y a través de la radio el Presidente de la República reiteraba su negativa a desistir del proyecto presentado al Congreso, pregunté a través de Twitter: ¿Qué estrategia oculta motiva a enviar militares a las calles, en vez de retirar una reforma que ya está muerta?
Intentaba con ella encontrar puntos de coincidencia, como en efecto ocurrió, con lo que presagiaba como una evidente intención de exacerbar los ánimos de los manifestante, generar alteraciones de orden público, que motivaran una situación política excepcional.
En discusiones simultáneas que se daban en diferentes grupos de WhatsApp, en los que se intervienen miembros del partido de gobierno y amigos cercanos al uribismo, se intercambiaban opiniones sobre la inconveniencia de la Reforma Tributaria, y propuestas para su retiro, pero desde las orillas cercanas al poder las respuestas eran inamovibles: “no se puede retirar”, “no es un capricho”.
Pasó entonces lo que muchos temían y otros nunca llegaron a dimensionar: las manifestaciones multitudinarias comenzaron a salirse de control y algunos actos vandálicos de extremistas infiltrados fueron el pretexto ideal para criminalizar la protesta social. Fue en el marco de las confrontaciones, cuando el Presidente Iván Duque decidió retirar la reforma, que ya estaba muerta, con el consecuente costo político previsto de la renuncia del tristemente célebre Ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla; pero ya el escenario buscado se había logrado, el ambiente de confrontación en el que sectores de la extrema derecha se sienten cómodos, y que también gusta a otros de la extrema izquierda, se había conseguido: las calles estaban ardiendo.
Por un lado las debilidades de un gobierno que ha labrado su propio declive, y el desespero de sus mentores por un panorama electoral que le resulta adverso, motivó el alarde de poder a sangre y fuego, mientras que por el otro, el oportunismo radical de extremistas y anarquistas infiltrados en la protesta, daba rienda suelta al vandalismos contra el patrimonio público y privado, atentando además contra uniformados y civiles, contrariando el sentir de miles de personas que tienen suficientes razones para protestar y desean hacerlo de manera pacífica.
Al momento de escribir esta columna se da cuenta de 24 muertos, decenas de heridos; versiones extraoficiales indican que habría entre 80 y 100 desaparecidos; las pérdidas económicas son multimillonarias; en muchas ciudades se encuentra afectado el proceso de vacunación contra el Covid 19, y la escasez de alimentos da lugar a especulación con precios, que por obvias razones golpea a las clases más populares.
Lo que resulta inaceptable es que el desmedido uso de la fuerza, por parte de organismo del Estado no está asociado directamente a la legítima defensa, ni a la protección de ciudadanos; las imágenes que circulan en redes sociales y medios masivos de comunicación evidencian disparos a multitudes, ejecuciones y golpizas selectivas o generalizadas, en algunos casos luego de disolver de manera premeditada marchas pacíficas.
Igualmente, repudiable son las acciones criminales de extremistas infiltrados, quienes alejados totalmente de las motivaciones de la protesta, pretenden linchar a agentes de la Policía en las calles, o como ocurrió en Bogotá en la noche del 04 de mayo, cuando pretendieron quemar vivos a 15 uniformados al incendiar el CAI donde se encontraban, acto que en el marco de un conflicto armado declarado, sería considerado como crimen de guerra.
Se podría pensar que las circunstancias deberían conllevar a una demostración de sensatez por parte del gobierno y de sus aliados y ofrecer salidas acordes a la magnitud del problema, pero por el contrario lo que se exhibe es la radicalización de sus posiciones desconociendo todo aquello que sea contrario a sus intereses.
Han llegado al extremo de considerar las reacciones de la comunidad internacional que denuncia el excesivo uso de la fuerza, como pronunciamientos motivados en su condición de “organizaciones de izquierda”, refiriéndose a la Organización de las Naciones Unidas –ONU-, la Organización de Estados Americanos –OEA-, la Corte interamericana de los Derechos Humanos, la Unión Europea y la iglesia católica. Al tiempo presionan por la declaratoria del estado de conmoción interior, para maniobrar políticamente sin oposición, el sostenimiento en el poder y la prevalencia de sus intereses, inclusive por la fuerza.
Flaco favor hacen por su parte a la legitimidad de la protesta, quienes sin intervenir en los actos violentos, los justifican como un “componente necesario” para sentirse escuchados.
Hago parte de ese sector de ciudadanos que incomodamos a quienes se ubican en los extremos. Defiendo y seguiré defendiendo el derecho a la protesta, a la libre expresión y a la participación ciudadana en la toma de decisiones, pero condeno el uso de la violencia cualquiera que sea su origen. No será desde la polarización que se logre salir de la encrucijada que afronta la nación.
Urge a los líderes de los diferentes sectores en conflicto retomar el valor de la palabra por encima de las balas y las bombas; ceder un poco en las formas de hacerse sentir, para concertar soluciones en el único escenario posible, no en el que fue buscado y que hoy lamentamos, sino en una inmediata mesa de negociaciones. ¡NO MÁS VIOLENCIA!