Por: Germán Danilo Hernández
El ejercicio de la prostitución genera toda suerte de controversias, especialmente cuando éste se inserta en la dinámica funcional de diversos sectores, e impacta negativamente en otros. Cartagena, como muchas otras ciudades del mundo ha sido históricamente escenario de la comercialización pública de sexo, que ha ido creciendo a la sombra del turismo.
Más allá de debates éticos, religiosos, moralistas o de género, lo que la ciudad necesita es revisar a fondo y con claridad de que manera puede convivir como comunidad, y como destino turístico, con un oficio que se ha desbordado en su oferta y demanda en sitios estratégicos.
Lo que se observa en el centro histórico de Cartagena, en tiempos de reactivación, es impactante, comprensible o fascinante, dependiendo de la óptica desde la cual se aborde. Cuando comienza a caer la noche, varias calles se convierten literalmente en “pasarelas”, en las que se exhiben excéntricas o minúsculas indumentarias, que intentan vender al mejor postor los voluptuosos y llamativos cuerpos que las portan.
No hay que ser un experto para descubrir que esa oferta explicita de sexo involucra todo un entramado de intereses, soportado en actividades legales que se desarrollan en el sector, como algunas discotecas y bares, y de otras ilegales como tráfico de drogas, proxenetismo, explotación sexual infantil y variadas formas de delincuencia.
Tratándose de un sector apetecido por el turismo nacional e internacional de diferente naturaleza; quienes llegan atraídos por otras fortalezas de la ciudad, chocan de frente con una realidad contraria a sus intereses y deseos. Los dueños de establecimientos no asociados a esas actividades ven en riesgo sus inversiones, y las familias de extranjeros y nacionales que habitan el entorno, se sienten arrinconados.
Ante las limitaciones legales para intervenir, porque la prostitución no es un delito en Colombia, las autoridades se enfocan en el aparente control de la trata de personas y la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes, pero ello parece poco efectivo, y no detiene el crecimiento del “mercadeo de piel” en las calles; por el contrario, las luces de las patrullas que rondan el sector, ahora resaltan los maquillajes, y extravagantes atuendos que lucen las y los nuevos protagonistas de las “noches de Cartagena que fascinan”.
Entre las múltiples alternativas, que incluyen la creación de una zona de tolerancia, la ciudad debe escoger cual es la más viable para conciliar los diversos intereses económicos y sociales que confluyen en el centro histórico. Lo que no puede seguir pasando es que, ante los ojos de todos, uno de sus más valiosos patrimonios arquitectónicos y culturales, se siga proyectando como un gran burdel a cielo abierto, custodiado por la Policía.