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Por: Germán Danilo Hernández
Entre las múltiples definiciones de política se incluyen “el arte de gobernar a los pueblos”, y “el conjunto de actividades asociadas a la toma de decisiones”. En tal sentido el gobierno representa el poder político, y la gobernanza alude a las acciones que se estructuran para ejercer ese poder.
Desde tales enfoques, el ejercicio de gobernar tiene su propia dinámica, independientemente del origen ideológico de quienes estén al frente; lo que equivale a decir que aunque el gobernante sea de derecha, centro, izquierda, o de cualquier otra denominación, siempre habrá similitudes en los procedimientos para tomar decisiones de poder.
Tales planteamientos son básicos para quienes tienen una mínima formación política, o para quienes declarados “a-políticos”, conocen las formas de gobernar; pero entre unos y otros ha hecho carrera en Colombia el propósito de deslegitimar (con fines políticos), algunos mecanismos propios de la gobernanza.
Cada vez que se anuncia por parte del gobierno la designación de un alto funcionario, la toma de una decisión de impacto social; o desde movimientos y partidos se revela o filtran acuerdos políticos y alianzas que buscan fortalecer a protagonistas de la contienda electoral, surge una controversia mediática sobre las “verdaderas motivaciones” que se ocultarían tras esas decisiones.
A menos que tales motivaciones crucen la línea fronteriza de la ilegalidad, en muchos casos son admisibles y comprensibles, partiendo de la base que todos los gobiernos ejercen el poder con sus aliados; sus decisiones responden a su propia visión de mundo, de país o de ciudad, independientemente del agrado o desagrado de sus contradictores; en tanto que quienes buscan convertirse en opción de poder fortalecen sus aspiraciones con ofertas de participación futura en la toma de decisiones, a quienes se conviertan en sus aliados.
¿Los acuerdos de gobernanza están basados en intereses? SÍ; ¿Conllevan a la oferta de distribución del poder? Sí ¿Implican la oferta y entrega de puestos? SÍ. Siempre ha sido y seguirá siendo así, aunque a algunos les resulte “repugnante”, por convicción o por apariencias.
En la dinámica electoral, resulta comprensible que una persona u organización que cuente con un pequeño o mediano caudal de votos, que no le alcance para ser elegida en el cargo al que aspira, defina adherir a otra fuerza con mayores posibilidades y con la que tenga afinidades, previo un “acuerdo de gobernanza” que le permita tener algún nivel de participación en el ejercicio del poder al que le apuesta. Tal decisión en sí misma no constituye delito.
Hay muchas situaciones turbias y escandalosas en el ejercicio de la política y del gobierno, sobre las que corresponde estar vigilantes y denunciar con determinación, pero otras hacen parte de las legítimas relaciones de política y poder, aunque algunos, cuando se enteran, se rasguen falsamente las vestiduras, con la intención de afectar a contrarios.