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El adiós que nunca quise dar

Por: Emilio Gutiérrez Yance

Escribir sobre Jhon Jairo Gutiérrez Yance, es ver llorar el alma por dentro y sentir que el corazón late un poco más lento como pidiendo pausa para soportar la noticia de su partida.

Es recordarlo rezando las novenas de aguinaldo. Es verlo rezar a la virgen del Carmen y sentir que la vida es un perfume al viento. Siempre se nos va.

Es escuchar su palabra favorita, Ave María Purísima, y siendo el único santo de carne y hueso. También verlo comiendo donde le ponía oficio al hambre.

El cura se encerró en su propio relato macondiano, donde en su vida hubo dos madres, una que lo trajo al mundo y la otra virgen que estaba en el cielo. Esto lo hacía tener una real afinidad entre fiesta y santidad.

Todo su ingenio y capacidad oral lo sacaba de su memoria, a pesar que sus estudios fueron escasos. Apenas sabía leer y escribir, pero orar por los demás era su gran virtud.

El título de cura se lo dieron en el barrio Boston de su natal Santa Marta por su particularidad forma de vestir. Se graduó con honores, sabiendo que su condición no era obstáculo para convertirse en un hombre que le sacó el cuerpo al pecado, viviendo de manera sencilla, digna y siendo querido por sus paisanos.

Era el único santo que no hacía milagros, sino favores, pero que se ganó un puesto de honor que pocos alcanzan debido a su humildad, carisma, talento y calidad humana.

Siempre a su lado tuvo a un ángel de la guarda llamada Glenis Ester Yance Castro, quien lo ayudó hasta sus últimas horas y nunca desistió en su empeño de brindarle lo mejor para que sus últimos días no fueran tan tristes, y tampoco estuviera sufriendo de una enfermedad incurable llamada abandono.

Finalmente, este es el adiós que nunca quise dar, porque prefiero quedarme con aquellas palabras sabías que me dijo mi hermano del alma en una ocasión cuando la vida me golpeaba más de tres veces. “hermanito, caminando por la vida comprendí que lo importante no es saber lo que uno tiene; lo importante es saber lo que uno vale”.