Por: Freddy Machado
“Los jueces no administran leyes, administran justicia. Los jueces no hacen las leyes, las leyes las hace el Congreso”
-Tomado de una cartelera/oficina Asonal Judicial-
En Colombia, existe un desencuentro entre los ciudadanos y su visión de la justicia. Los ciudadanos en su imaginario tienen un ideal de lo que debe ser la justicia pero la realidad nos termina mostrando algo muy distinto. Esa visión de los ciudadanos de a pie con respecto a la justicia -muy clásica y casi mítica-, no les permite aceptar que en su funcionamiento se presenten tantas contradicciones, flaquezas e irregularidades.
Las quejas son muchas: Los términos se vencen. Los procesos prescriben. Los procesos no están digitalizados. Los computadores de los juzgados no tienen cámaras. Los juzgados están congestionados. No cumplimos con los estándares internacionales de Jueces. No hay suficientes defensores públicos, ni fiscales, ni policía judicial, ni personal del Inpec, ni cárceles, ni salas de audiencias. En fin…
Las películas americanas han hecho muy bien su trabajo. Incluso, los ciudadanos echan de menos la pompa, las escalinatas, el pórtico y las columnas jónicas de lo que debe ser un verdadero palacio de justicia.
Esa perspectiva que se tiene de la justicia explica entonces la reacción de muchos colombianos que se escandalizan con las protestas de los judiciales y con la existencia de sindicatos de la justicia pues desde su visión, resultan un exabrupto y una situación caótica inconcebible. En verdad, esos compatriotas desconocen que de no ser por esas traumáticas gestas y reivindicaciones sindicales, las plantas de personal, la tecnología e infraestructura de la administración de justicia del país, permanecerían estancadas a semejanza de las que existieron, otrora en los años 90’s.
Eso es producto del abandono e inercia estatal.
En Colombia los gobiernos de turno defienden el statu quo y mucho más, esa inviabilidad a la que han condenado a la administración de justicia. Nuestra dirigencia sabe, y lo tiene muy interiorizado, que las democracias se consolidan a partir de un sistema de justicia fuerte pero esas cosas no convienen a las élites.
Estos desencuentros, desfases e imágenes impresentables -la justicia como cenicienta y la rama judicial como la rama seca del poder público- son muy complejas de explicar y, a mi juicio, sólo hasta hace unos pocos años, la voz autorizada del académico Diego López Medina nos permitió entender semejante ambigüedad. Advertía López Medina en un encuentro de la Justicia Ordinaria celebrado en Medellín -años antes de la pandemia-, que el concepto de justicia tenía dos acepciones: 1.- Como valor superior (majestad) y 2.- Como institucionalidad. Luego, lo que hacen los ciudadanos no es más que reconocer a una justicia empoderada como majestad y esa es la génesis de semejantes sinsabores.
Sin embargo, vista la justicia desde la institucionalidad, reclama un servicio óptimo, pronto y cumplido, y que se garantice una excelente infraestructura, plantas de personal que respondan a la amplia demanda de justicia y una tecnología que permita modernizar la resolución de conflictos. Todo esto acorde con las exigencias de una virtualidad imprescindibles en tiempos de pandemia.
Y, ante esa invisibilización de la problemática, sin mayores salidas y sin que existan soluciones a mediano ni a largo plazo, irrumpen las organizaciones sindicales de la justicia tomando las banderas de tal descontento y advirtiendo que urge un equilibrio en la distribución del presupuesto que se asigna al sector justicia, comparado con los otros dos poderes públicos.
Entonces, mostrándose ecuánimes, de cuando en cuando, el ejecutivo y el legislativo, asumen el papel de salvadores, imponiendo reformas a la justicia con nombres pomposos “Equilibrio de Poderes” o corren a tramitar con mensaje de urgencia leyes estatutarias que “pasan de agache”, como la que acaba de aprobar el Congreso, y que hoy está a la espera de un concepto favorable de la Corte Constitucional para su entrada en vigencia.
En este caso, los ponentes de esta nueva ley estatutaria, alardeaban y presumían que la nueva legislación incluía un incremento en los recursos de la justicia (de unos seis billones de pesos pasaríamos a unos nueve billones de pesos aproximadamente y sin asumir los pagos de sentencias condenatorias en contra de la Rama Judicial), la alegría no duró mucho y ya no podemos festejar pues las noticias no son buenas.
Se ha conocido que el Ministerio de Hacienda ha desautorizado al Ministerio de Justicia -este último hacía las veces de impulsor de la Reforma-, toda vez que los problemas de caja del Estado Colombiano impedirían realizar ese valioso ajuste a las finanzas de la justicia. Todo indica entonces, así la Corte Constitucional declare la inconstitucionalidad de la ley, que se mantendrá el statu quo (con cara o con sello) y que los ciudadanos seguirán defraudados y desfasados en su ideal de justicia. Por su parte, los sindicatos de la Rama Judicial, deberán continuar en la brega, sensibilizando a los ciudadanos y exigiendo una aproximación a un concepto integral de justicia en el que prime una verdadera institucionalidad.
Y el Congreso, de “chicanero”, elevando a la justicia a la categoría de servicio público esencial.
Solo resta decir, a los defensores de la “institucionalidad” que de esta crisis de la justicia colombiana se sale, solo cuando exista una verdadera conexión entre la voluntad política del gobierno y congreso, la entrega decidida de mayores recursos y una excelente gerencia. Esa falta de consenso sobre los temas fundamentales del país también se repite en las soluciones al estallido social con ocasión al Paro Nacional 2021, y todo por ese afán desmedido del gobierno en no concertar y seguir defendiendo su mezquino statu quo.