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Por: Juan Carlos Guardela Vásquez
Hace años, un amigo me contó algo sorprendente: detalles sobre mí que jamás habría imaginado, que le fueron narrados por una expareja mía. Fue entonces cuando entendí el refrán: «Algunos nacen para contar historias, otros para protagonizarlas». Esta experiencia, aunque incómoda, me llevó a reflexionar sobre el papel del chisme en nuestras vidas: un fenómeno tan antiguo como la humanidad misma, que nos conecta, nos entretiene y, a veces, nos desestabiliza.
El chisme es un relato colectivo, una construcción que combina hechos, interpretaciones y, con frecuencia, ficción. Su atractivo radica en su capacidad para ofrecer una narrativa emocionante, a menudo más vibrante y compacta que cualquier novela. Este tipo de comunicación satisface una curiosidad innata, activa zonas del cerebro asociadas al placer y refuerza lazos sociales. Al compartir historias, liberamos dopamina, la hormona de la felicidad, generando una sensación de pertenencia y cohesión. Sin embargo, lo que lo hace fascinante también lo convierte en un arma peligrosa.
Ser objeto de un chisme puede ser devastador. Los rumores, especialmente aquellos malintencionados, pueden erosionar la autoestima, destruir relaciones y generar aislamiento. En la era digital, los chismes se amplifican a velocidades alarmantes, dejando a las personas expuestas al juicio de miles, incluso millones, en cuestión de minutos. Este fenómeno ha transformado el chisme en una forma de violencia emocional que, al igual que un ataque físico, deja cicatrices profundas.
Para quienes lo padecen, el antídoto está en el análisis interno. En lugar de obsesionarnos por desmentir rumores o buscar la validación externa, debemos enfocarnos en nuestros valores y acciones. Esta reflexión nos permite identificar nuestras inseguridades, transformando los rumores en lecciones de autoconocimiento y fortaleciendo nuestra autoestima desde adentro.
En la cultura colombiana, el chisme ha inspirado personajes como Niña Tulia, creada por David Sánchez Juliao. Esta figura encarna las contradicciones humanas, con su lengua afilada y su inclinación por la confrontación. Su existencia literaria es un espejo de cómo los rumores pueden polarizar comunidades y desatar conflictos.
Se trata de la historia de Javier Durango, alias El Flecha, “boxeador de profesión y bacán de fracasos”. Cuenta El Flecha que su madre era peleonera y que hasta cazaba las peleas ajenas. Un día dos mujeres del barrio se estaban peleando «dándose lengua de acera a acera, de pretil a pretil». Al ver esto, su madre empezó a caminar desesperada frente a ellas, de arriba a abajo, buscando la disculpa para meterse en la contienda. Así que una de las mujeres, cansada de verla pasearse frente a ellas, le gritó: «Nojoda, niña Tulia, ¡esta pelea no es con usted!» Y ella, peleonera y lenguaraz, de inmediato le respondió: “!Más hijueputa eres tú!”
“Niñas Tulias” hay en todos lados. Hombres y mujeres que son el arquetipo de la ponzoña. Vigilan con sigilo. Están en las plazas públicas, en las esquinas, en los empleos, en las instituciones, pasando por grupos de amigos, e incluso están en las congregaciones religiosas. Sobre todo, están enquistados en los gobiernos. Son ellos quienes guardan la información, y meten palos en la rueda.
El chismoso porta una herencia de raíces profundas. El mismo Sánchez Juliao dijo que “Paco” de Zubiría, aseguraba que esas ganas de herir al otro con la lengua, viene de la época de la Colonia y de la Inquisición, cuando las palabras eran armas tan peligrosas como los castigos físicos.
En aquel entonces, las acusaciones de herejía, brujería o inmoralidad se propagaban como rumores, impulsadas por el miedo, la envidia o el deseo de control.
El famoso «buzón de la infamia», o ventana de la denuncia, que está a un lado de la Inquisición en Cartagena, era el receptáculo de las delaciones. Era suficiente dejar el nombre de una persona en un papel para que se iniciase un proceso en el Tribunal del Santo Oficio. La lengua del chismoso era una herramienta de vigilancia social y un medio para castigar al otro, despojándolo de su honor con la lengua.
Desde entonces, esta práctica ha persistido como un eco de ese pasado, recordándonos cómo la palabra puede ser tanto un puente como una daga.
En el ámbito político, el chisme se convierte en una herramienta de poder. Escándalos como el espionaje estatal en Colombia, que incluyen casos emblemáticos como el uso del software Pegasus, demuestran cómo la información privada se instrumentaliza para manipular narrativas, debilitar instituciones y desprestigiar adversarios. Esta forma de «chisme industrializado» no solo afecta a individuos, sino que pone en riesgo la percepción pública de la democracia misma.
El chisme, en su esencia, no es ni bueno ni malo. Es una herramienta social que puede generar empatía y aliviar tensiones, pero también perpetuar prejuicios y causar daño. Por eso, manejarlo con responsabilidad es clave. Antes de participar en rumores, debemos cuestionar su veracidad y considerar las consecuencias de nuestras palabras. ¿Estamos contribuyendo a un diálogo constructivo o alimentando un entorno tóxico?
Superar el miedo al chisme es un acto de liberación emocional. No se trata de ignorar su existencia, sino de reflexionar sobre su impacto en nuestras vidas y cómo responder a él. Al enfocar nuestra energía en lo que realmente importa, podemos transformar esta práctica humana universal en una oportunidad para el crecimiento personal.
El chisme, aunque a veces disfrazado de simple entretenimiento, es un recordatorio de nuestra necesidad de conexión y validación. Entenderlo en todas sus dimensiones —desde su impacto psicológico hasta su capacidad para moldear culturas y relaciones— nos invita a ser más conscientes y empáticos en nuestra forma de comunicarnos.
Por otro lado, cuando uno se descubre siendo el chismoso, a menudo sin siquiera percatarse, parece que se desenterrara una maestría ancestral y oscura, cultivada en lo profundo del inconsciente. Es un arte que manejamos casi instintivamente, porque, de alguna manera, chismosos somos todos. todos somos capaces de tejer con palabras un reflejo de nuestras propias sombras.