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«Michi» Sarmiento, el bravo de los metales

A la edad de 83 años murió en su residencial del barrio La Esperanza de Cartagena, el destacado músico, compositor, arreglista y saxofonista Blas «Michi» Sarmiento.

Un cáncer se llevó a este hombre que tantos triunfos le dio a Cartagena y a Colombia, enalteció la música colombiana, nació en el corregimiento de Labarcés (Maríalabaja), antes de Bolívar y hoy hace parte de San Onofre, Sucre.

Laura Gutiérrez, nieta del desaparecido músico, le dijo a Mundo Noticias que la velación de su abuelo se cumplirá en la Funeraria Los Olivos del Pie del Cerro a partir de las 8 a.m. de este sábado y a las 4 de la tarde será sepultado en el cementerio Jardines de Cartagena.

La siguiente es una crónica del periodista Rubén Darío Álvarez,  publicada el pasado 24 de septiembre de 2021 en el Portal Vamos A Andar:

Michi Sarmiento, El Bravo De Los Metales

Durante la década de los años 70 del siglo XX, bajo el nombre de “El combo bravo”, el saxofonista, compositor y cantante Blas “El Michi” Sarmiento dirigió una banda con la que se convirtió en el pionero de la salsa en Colombia.

He aquí su testimonio:

Ni siquiera cuando me volví un músico profesional se me pasó por la mente grabar salsa.

Ni siquiera cuando me volví un músico profesional se me pasó por la mente grabar salsa.

Entre otras cosas, cuando empecé a practicar el clarinete y el saxofón en serio, ni en Cartagena ni en Barranquilla se hablaba de salsa, porque a la música que venía de Cuba, de Puerto Rico o de República Dominicana le decían “música antillana”. Lo de la salsa vino después, por allá como a finales de los sesenta, la época en que se me ocurrió organizar el combo bravo.

Mi nombre completo es Blas Sarmiento Marimón, pero todos me conocen como “El Michi Sarmiento”. Incluso, en los discos que grabé entre finales de los sesenta y principios de los setenta, donde incluí algunas versiones de la salsa que se estaba haciendo en Estados Unidos, aparezco como Michi Sarmiento y su combo bravo.

Tengo muchos años de vivir en diferentes barrios de Cartagena, pero en donde más he durado es en La Esperanza, sector Las Delicias. Mucha gente cree que soy cartagenero, pero la verdad es que nací en un pueblo llamado San Antonio de Labarcés, cerca del municipio de Maríalabaja. En esa época, Labarcés (como le dicen ahora) pertenecía al departamento de Bolívar, que era un territorio grandísimo, pero después lo dividieron y quedó como corregimiento del municipio de San Onofre, departamento de Sucre.

Otra cosa que poca gente sabe: yo no conozco a Labarcés, ni sé por dónde queda. Y eso sucedió porque me sacaron de ahí teniendo apenas un mes de nacido, y me llevaron para Maríalabaja y ahí me bautizaron. En mi cédula dice que soy nacido en Maríalabaja, pero mentiras, yo nací en Labarcés. De Maríalabaja, cuando ya tenía un año y tres meses, mi abuela paterna, Justina Ávila Cueto, me llevó (en canoa y por el Canal del Dique) al municipio de Soplaviento, departamento de Bolívar. Fue en este pueblo donde me pusieron el apodo de “El Michi”, porque apenas llegamos a la casa de mi abuela, una tía me vio y dijo: “Anda, pero si se parece a ‘El michi’”. Y resulta que el tal michi era un cerdito que tenían amarrado en el patio.

Mi padre se llamó Clímaco Sarmiento Ávila, el clarinetista de Pedro Laza y sus pelayeros y autor del fandango Pie pelúo. Yo soy el hijo único de una relación que tuvo mi papá con Clara Marimón Ayala, mi madre. Me cuentan que mi mamá, siendo una jovencita, vio a mi padre tocando el clarinete y enseguida se enamoró de él. Y no solo eso: se imaginó teniendo un hijo músico, que resulté siendo yo.

Mi abuelo paterno también era músico. Se llamaba Pedro Antonio Sarmiento Ávila. Tocaba el requinto y el clarinete.

En Soplaviento encontré un ambiente musical buenísimo, empezando porque mi abuelo tenía una banda; y Pedro Soto, el esposo de mi tía Ana Rosa Sarmiento Ávila, era el dueño de un teatro. Cuando presentaban una película muda, la banda de mi abuelo era la que musicalizaba algunas escenas, como los besos, por ejemplo; y la gente se emocionaba tanto que cada vez que anunciaban una película nueva, lo primero que preguntaban era si había besos. “Si no hay besos, no entramos”, les advertían a los tipos que ayudaban en el teatro. Pero embuste, la gente siempre iba, porque el cine era una buena distracción.

Mi mamá era cantadora y bailadora de bullerengue, y era una de las compañeras de la cantadora Estefanía Caicedo. Ellas andaban cantando en los velorios, pero más que todo en los funerales de los palenqueros donde se tocaba y cantaba el lumbalú. La gente lloraba y se arrastraba, y eso fue como una escuela bastante buena para las cantadoras de bullerengue de esa época. A ellas las acompañaba un tío tamborero llamado Temístocles Marimón Márquez.

Mi comienzo en el colegio fue en el plantel del profesor Felipe Santiago Amor Castillo, más conocido como “el maestro Felo”, quien daba clases en una escuela a la que le decían “El coso”, porque los salones parecían calabozos; y en ese tiempo la gente se refería a la cárcel con ese término. “Vamos para el coso”, les decían los policías a las personas que sorprendieran haciendo algo malo.

Con el maestro Felo aprendí urbanidad, teatro y danzas. Él organizó un grupo musical que bautizó “Los benyeres”, donde tocábamos boleros, merecumbés, mambos y pachangas. Pero mi tutor en la parte musical fue mi abuelo. Él siempre me llevaba a sus presentaciones y fue así como le fui tomando interés a la música.

Cuando cumplí los catorce años y murieron mis abuelos, decidí irme para Cartagena. Lo decidí pasado un buen tiempo en que andaba vagando por el pueblo, porque prácticamente había quedado desamparado. Vivía de mi cuenta caminando por las calles y corriendo por el monte. Un día un primo me encontró cazando iguanas y me preguntó:

—Oye, ¿tú por qué no te vas de aquí?

—¿Y para dónde me voy?

—Para Cartagena.

—¿Y dónde quién?

—Vete. Alguien te recoge por allá.

Al día siguiente me fui pensando en que mis tías tenían una venta de pescado en el mercado público del barrio Getsemaní. Me acordé de ellas, porque en un principio quien les mandaba el pescado era mi abuelo. El bus se estacionó en la Playa del Arsenal y desde ahí comencé a preguntar por las tías, hasta que las encontré. Ellas me llevaron a su casa en el barrio El Prado, y allí supe que casi no se veían con mi papá, porque él pasaba viajando con los grupos con los que tocaba. Un día, él llegó al puesto de pescados y ellas le comunicaron que yo estaba en El Prado. En la tarde me fue a buscar y me llevó a vivir a Getsemaní, al   Claustro San Francisco, al lado del Teatro Cartagena. Allí empecé a recibir su dirección en el aprendizaje del clarinete, porque se acordó que cuando mi abuela estaba falleciendo le dijo que ella moriría tranquila si él me enseñaba a tocar ese instrumento. Y él se comprometió con que así sería.

Mientras recibía las instrucciones de mi papá, estudiaba en el Liceo de la Costa y en el Instituto Musical Cartagena de Indias. Allí en el claustro también vivía un hermano llamado Blas Sarmiento Romero. La decían “El Chicho”. Él me vio practicando el clarinete y se interesó enseguida. Le expliqué algunas cosas y a los pocos días ya estábamos tocando los dos. Dijo mi papá: “¡mierda, maté dos pájaros con una piedra!”.

Con los días, El Chicho y yo nos convertimos en los clarinetistas de la Orquesta Filarmónica Infantil del Instituto Musical Cartagena de Indias, donde el músico sucreño Adolfo Mejía era el director. Un día se presentó a mi casa un señor jamaiquino que vivía en Montería. Se llamaba Charles Buttler, quien tocaba el bajo y era dueño de una lavandería y sastrería. El hombre le dijo a mi papá que estaba necesitando unos músicos de viento para la celebración de las fiestas patronales de la población de Corozal, Sucre. Mi papá se puso receloso, pero el jamaiquino le comentó que se no preocupara, que nosotros íbamos a estar bien cuidados.

Por fin nos dio el permiso y nos fuimos para Corozal en un mes de diciembre. Allá trabajamos con la orquesta Claridad, de Pello Mullet; y nos tocó ver las corralejas de toros en plena plaza, pero los bailes se hacían en el Club Corozal, que quedaba en el centro del municipio. Allí nos encontramos con la sorpresa de que debíamos alternar con Pacho Galán, una orquesta que venía barriendo con todo el mundo, porque la canción Ay, cosita linda estaba pegada por todas partes. Y la otra sorpresa consistió en que uno de los músicos de la orquesta de Galán era mi papá. Apenas nos vio se asombró, pero enseguida se dirigió a Pello Mullet y le dijo: “el 70% para mí y el 30% pa’ los pelaos. Mi 70% me lo dan enseguida”.

Unos días después de ese viaje llegó a Cartagena un señor de Montería, de apellido Herazo, y habló con mi papá, porque estaba necesitando un saxofonista. Y el viejo le propuso: “bueno, llévate al negrito, que a ese le veo como más vuelo”. Allá toqué con la orquesta La sonora cordobesa, de Simón Mendoza. Te estoy hablando del año 1955, cuando yo apenas tenía 17 años.

Cuando regresé a Cartagena me buscó un señor llamado Ottoniel Agudelo, quien tenía una heladería en el barrio Getsemaní, al lado del Teatro Cartagena. Allí, los sábados y los domingos, se presentaban agrupaciones musicales, entre las cuales estaba una donde cantaba Tony Zúñiga, el que compuso y grabó Brisas de diciembre. Hasta ese momento yo tocaba únicamente con orquestas que se inclinaban por el bolero, el porro, la cumbia y uno que otro ritmo antillano. A eso le decían “música de salón”.

Dos años después, en 1957, me conocí con la folclorista Delia Zapata Olivella. Ella me llamó para que me integrara con el conjunto Los gaiteros de San Jacinto e hiciéramos varias presentaciones en diferentes partes de Colombia, hasta que se llegó el día en que teníamos que responder por una gira internacional, pero en mi casa me dijeron que no había plata para eso, y me quedé.

Entonces me fui para Sincelejo a tocar con El ñato Montes. Después me fui para Barranquilla con la orquesta de Antonio María Peñalosa. Allá me encontré con Los corraleros de Majagual y me pagaron para que les hiciera unos arreglos. Con eso logré que grabaran, en la empresa Discos Fuentes, dos canciones de mi autoría: Mi capricho Cabo ‘e vela, vocalizadas por Lucho Pérez, el que después fundó La sonora dinamita. Eso fue en 1962.

Al año siguiente fundé mi agrupación musical. Se llamó “El Michi y sus matuyeros”, con la que tocaba casi todos los fines de semana en Crespomar, un estadero que había a la orilla de la playa del barrio Crespo.

En ese momento, en Cartagena se oían mucho La sonora matancera, los merengues de Ángel Viloria, los boleros de Daniel Santos, Bienvenido Granda, Celia Cruz…A eso le decían “música antillana”. Todavía no se hablaba de “salsa” sino de guaracha, rumba, guaguancó, danzón. Después se pusieron de moda esas orquestas que llaman charangas, que tienen flauta y violín.

Lo de la palabra “salsa” lo recuerdo por allá como por 1965. Pero yo no era salsero. Lo mío era más con el porro, la cumbia y todos los ritmos que llaman “música tropical”. Una vez fui a tocar a los carnavales de Barranquilla y me encontré con Tito Nuncira, Rafael Benítez, Antonio Almarales, Mauricio Lombana, Leandro Boiga y otros más con quienes me regresé a Cartagena e hicimos unas presentaciones en el bar El big fox, de Plácido Camacho. De ahí pasamos al bar La Casona, ambos establecimientos muy famosos en esa época. En ese momento la salsa estaba tan de moda que nosotros nos veíamos obligados a montar las canciones de Richy Ray, de Pacheco y de Ismael Rivera.

Un día, don Antonio Fuentes, el dueño de Discos Fuentes, quien tenía sus estudios en el barrio Manga, me dijo que estaba necesitando una orquesta que grabara salsa, porque hasta el momento solo tenía grupos de música costeña. Así nació el grupo “Michi Sarmiento y su combo bravo”, pero fue José María Fuentes, el hijo de Toño Fuentes, quien nos sugirió que grabáramos unos temas de salsa que el papá había traído de Estados Unidos.  Le dijimos que sí, pero primero montamos las canciones, las practicamos bastante y nos pusimos a tocarlas en todas las presentaciones; y, como vimos que la gente reaccionaba bien, las grabamos y se pegaron mucho, porque ya los bailadores las conocían.

El primer long play  que grabamos se llamó Aquí los bravos. Era 1967.  De ahí en adelante, casi siempre que hacíamos una presentación nos tocaba alternar con un picó. Más bien creo que esos bailes eran como unos manos a manos, porque los picós se metieron fuertemente en la onda de la salsa, sobre todo los de barrios como La Quinta y Torices.

En ese son grabamos como nueve long play en los que hicimos versiones de otras orquestas como Cumbele, La rumba se acabó, Cheche colé, Mi querida bomba, Amparo Arrebato, Vive feliz, Colombia’s boogaloo, Anacaona, Son retozón y otros que no recuerdo ahora, que resultaban en unas tremendas versiones, porque Antonio Almarales se encargaba de hacer unas sipotes de transcripciones de los discos que venían de Estados Unidos. De pronto el reto más grande fue cuando montamos El negro y Ray, de Ray Barretto, porque era una descarga que la gente ya conocía de tanto oírla en las emisoras y también porque nosotros la tocábamos en las presentaciones, pero no habíamos pensado en llevarla al disco hasta que Toño Fuentes nos preguntó si éramos capaces de grabarla. Le aceptamos el reto.

Antonio Almarales y Mauricio Lombana se encargaron de las trompetas. El violín se lo encargamos a José Herazo y la timbaleta a Rafael Benítez. La grabación fue exitosa, porque picó que no programara El negro y Ray estaba en cero. Pero en nuestros toques nunca dejábamos de incluir los porros, las cumbias y los boleros que siempre habíamos tocado.

Te dije que alcanzamos a grabar nueve long play y hasta teníamos la ilusión de grabar unos más, pero por esos días venía mucho a Cartagena, a los estudios de Fuentes, Julio Ernesto Estrada, a quien ya le decían “Fruco”. Yo creo que él venía a ver cómo era que nosotros grabábamos la salsa, hasta que de pronto resultó armando su grupo “Fruco y sus tesos”, y la disquera Fuentes no nos volvió a llamar. Nos abrieron de una.  Pero también creo que nosotros logramos sembrar una buena semilla, porque después en Cartagena aparecieron otras orquestas de salsa. Los más destacados eran Los seven del swing, Los chicos malos y Michi y su combo bravo.

Algunos de esos nuevos músicos y cantantes se iniciaron en mi grupo. Incluso, mucho de lo que hicieron después sonaba con mi estilo. Yo era como la plataforma donde ellos se formaban y ganaban experiencia, para después alzar al vuelo hacia otras agrupaciones. Uno de esos fue Juan Carlos Coronel, quien cantaba conmigo en el bar El Tormentín, del Hotel las Velas, y fue allí donde se conoció con Víctor “El Nene” del Real y formaron la orquesta “El Nene y sus traviesos”.

Eso mismo sucedió con los músicos que me acompañaban en el combo bravo. El último toque que hicimos fue en el municipio de Arjona. De allí arrancaron para Barranquilla y armaron la orquesta “La Protesta”, que también sonaba como Michi. Ahí, el cantante era Joe Arroyo. Por cierto, me parece que a Antonio Fuentes le sonó tan bien la idea de hacer versiones de orquestas antillanas que el primer long play que grabaron Fruco y Joe Arroyo incluyó la canción Que banda tiene usted, que ya era conocida en la versión original del puertorriqueño Joe Quijano. Lo digo porque presencié esa grabación; y me di cuenta de que la unión con Fruco iba a ser tan buena que le aconsejé a Joe que se quedara, que no volviera a La Protesta. Aunque después de eso siempre pensé que la llegada de Fruco a Fuentes acabó conmigo y con La Protesta.

Después que me quedé sin los músicos del combo bravo me integré a un grupo de guitarras llamado “El trío Iruña”, donde me encargaron el clarinete, las maracas y el canto. Los tres éramos “burros”, como les decían a los marihuaneros en esa época. Una noche, el muchacho que tocaba la guitarra se emborrachó y me recomendó que le cuidara el instrumento. Me lo llevé para mi casa, pero mi esposa no se dio cuenta cuando llegué. Al día siguiente, cuando me vio con la guitarra para llevármela al sitio donde me iba a encontrar con el resto del grupo, me preguntó:

—Ajá, ¿y esa guitarra?

—Es del grupo donde estoy ahora.

—¿Y tú eres el que la toca?

—No, yo canto.

—¿Y tú cantas?

—Yo por la comida de los pelaos hasta lloro, pendeja.

Cuando Joe se separó de Fruco armó la orquesta La Verdad. Después de un tiempo de haberla armado, no sé qué problema tuvo con el saxofonista y me llamó. Alguien le comentó que yo estaba en Barranquilla trabajando como director artístico de la disquera Felito Record, y él ordenó que me llevaran el repertorio que pensaba grabar, para que le hiciera los arreglos. Eso fue en 1985.

En ese momento estaba pegada la canción Tumba techo, pero los arreglistas de ese long play no quisieron trabajar más con Joe, porque él era un poco “durazno” (tacaño) para soltar los caballos,  (pagar). Sin embargo, me fui a vivir a su casa y en la noche nos dedicábamos a trabajar en los arreglos, porque él pasaba el día durmiendo. Pero pienso que esa más bien fue una coproducción, porque Joe daba sus ideas (chiflando y cantando) y yo se las escribía y las unía con las mías en cinco canciones: Mary, Rebelión, Musa original, Las mujeres y A fulana. El resto de temas los arregló el trombonista Alberto Barros, pero los que yo arreglé fueron los primeros que pegaron, empezando por Musa original, que le abrió las puertas a Joe en Nueva York y en todas partes. Es decir, llegué a bendecirlo, porque lo encontré en el suelo y recién salido de una grave enfermedad. Él me daba los anticipos y yo se los devolvía, porque no me nacía cobrarle. Después, cuando hicimos la primera gira por Estados Unidos, sí recibía mis pagos.

Cuando se terminó el trabajo con Joe, regresé a Cartagena y me puse a trabajar con la orquesta La Monumental y sus perlas negras, que eran las hermanas Ruth y Elizabeth Córdoba, con quienes fui por primera vez a España, a un congreso turístico internacional donde representamos a Colombia y nos ganamos el primer premio.

En el 2009 se me presentaron unos señores ingleses, quienes habían tenido referencias sobre mi persona, y me invitaron a que formara parte de un proyecto donde se unirían artistas jóvenes con artistas veteranos, para grabar fusiones de música de antaño con música moderna, pero en aire tropical colombiano. El proyecto, que se grabó en Medellín, se llamó “Onda Trópica”, al cual también invitaron a Fruco, Aníbal Velásquez, Pedro “Ramayá” Beltrán y a unos artistas del Pacífico.

A mí me tocó cantar, hacer coros, tocar panderete y saxo, hacer arreglos y componer.  Después que se hizo la grabación, nos dijeron que se necesitaba armar un grupo para hacer giras de conciertos. A mí me encargaron el saxofón; a George “Saxon” Gaviria (el que tocaba con Fruco e hizo el solo de trompeta en Rebelión), le encargaron la trompeta; a Wilson Vivero, la batería; y a Juan Carlos “El Chongo” Puello, las congas. Los demás fueron Marcos Micolta, Nidia Góngora, Mario Galeano, Pedro Beltrán, Ray Pérez y unos músicos de México, que nos acompañaron a los Juegos Olímpicos de Londres.

Después de eso hemos visitado 32 países. Ya llevamos dos producciones discográficas, que están rodando por las redes de internet, pero no sé qué es lo que pasa en Cartagena. Todas las cosas buenas salen del Pacífico, de Bogotá, de Medellín, pero de aquí no sale nada.

Por ahí volví a armar el combo bravo con mis hijos. Cualquier día nos invitaron a Shangai, en la inauguración del Hotel Península, y tú sabes que esas son palabras mayores. Ese fue un cuento de hadas. Ahora estoy esperando que alguien aquí en Cartagena me llame a tocar, pero estoy viendo que la cosa está un poco malucona.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, ajamuchachon@gmail.com

*Agradecimientos al profesor Alberto Ibarra Mendoza y al maestro Blas “El Michi” Sarmiento.