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La muerte de Eduardo Lora, 71 años después

Sólo queda un  sobreviviente.

Héctor Romero Buelvas, único sobreviviente.

Por: ALFONSO HAMBURGER.

 

Eduardo Lora Castro  recibía la brisa cálida que baja del cerro de Maco descamisado, fregándole la paciencia a las hormigas que habían construido su nidal en el piso de la casa, humedecido por los chaparrones de verano que habían alegrado los burros en la vecindad.

El mes de marzo dejaba atrás el intenso verano de aquel año 1953, que había demarcado la primera gira de los Gaiteros de San Jacinto por el mundo, después de ser descubiertos en esta población bolivarense por los hermanos Juan y Delia Zapata Olivella, recomendados por el periodista Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción de El Universal.

En el saliente verano había llegado Calixto Ochoa Campo, derrotado de amor desde Valencia de Jesús, Cesar, mientras Adolfo Pacheco, de trece años, apenas empezaba su bachillerato en Cartagena, mientras Ramón Vargas- seis años mayor- se aprestaba a coger de la mano a Calixto para llevarlo por todos los corregimientos, donde arreglaban acordeoncitos pequeños y tocaban sones de Luis Enrique Martínez y Pacho Rada, por unos pesos. Andaban de a pie. Ramoncito Tapia Carvajal , mi padrino, lo recuerda sentado en las piedras del arroyo del Mico, antes de llegar a Las Palmas, remangándose el pantalón.

Esa tarde, días antes de la tragedia, debía ser martes o miércoles, Eduardo Lora Castro, estaba tranquilo. Tenía 26 años apenas, pero con la experiencia suficiente para animar una parranda en cualquier parte del mundo. Lo buscaba Landero, que a sus 22 años descollaba como un gran juglar. Lo acompañaba Héctor Romero Buelvas, que era más veterano. Pero Eduardo, que vivía en lo alto del barrio Miraflores, se acompañaba mejor con Landero. Cantaba, tocaba la caja, tocaba la guacharaca, y echaba cuentos. Más allá de la música popular, la gracia de Eduardo era para cantar tangos, de los que se sabía más de doscientos.

Landero, en cambio, caminaba por las calles de San Jacinto, sin saber de famas. Apenas se abría paso en la juglaría, tras las huellas de Pacho Rada, quien le había dado las primeras luces. Más bien tocaba a escondidas de su padrastro, el viejo Dolores Estrada, de modo que se pertrechaba en la lluvia para esconder el sonido del acordeón improvisado. En esos pensamientos iba camino a Miraflores, mientras se centraba en Eduardo, a ver si lo acompañaba. Había acordado tocar una parranda en la finca Helena Ramona, en los linderos de San Juan Nepomuceno, al norte de San Jacinto.

Cuando llegó Landero, Eduardo aún les fregaba la paciencia a las hormigas arrieras en el piso de barro. No era su día. Hacía poco se había ido Héctor Romero Buelvas, acordeonista aficionado, que lo había invitado al Carmen de Bolívar. Si Landero apura el tranco se lo hubiese encontrado.  Y de pronto hubiesen llegado a un acuerdo. Ambos eran hombres de palabra, de modo que ya no había nada qué hacer. El Sargento Vásquez, se había ganado un quintico de la Lotería de Bolívar, tradición que paga, y los había invitado a la tierra de Lucho Bermúdez. No se sabe por qué carajo estaban festejando la buena suerte antes de cobrar el billete, de modo que el destino los desunía por ese día, al menos hasta las cuatro de la tarde, hora en que convinieron verse una vez culminaran sus compromisos, en San Juan.

Landero se fue a San Juan y Eduardo a El Carmen, en polos apuestos. La parranda en San Juan fue pareja, desde las nueve de la mañana, con sancocho trifásico y abundante ron, mientras Landero trataba de sacar adelante sus cantos, sintiéndose cojo, ante la ausencia de Eduardo. Igual cosa sucedía en el Carmen, donde Héctor Romero Buelvas  se sentía el rey, acompañado por Eduardo, que cantaba tangos, tocaba la guacharaca y  divertía a todos con sus chistes.

La parranda en el Carmen fue más corta, porque debían viajar a Cartagena, para cobrar la lotería. Prepararon el Todoterreno Willy modelo 52, que era el último grito de la industria automotriz. Se embarcaron y salieron rumbo a Cartagena.  Pasaron por San Jacinto volando, tocando las palmas y tocando bellos sones, en compañía del sargento Vásquez, que era el anfitrión. En San Jacinto dejaron un hermano de Eduardo lora que iba muy borracho y que no se quería bajar.  Cuentan los testigos que antes de partir, el auto levantó tierra con sus llantas, que ´patinaron al meterle todo el embrague, quedando un humero en la calle.

En la finca Helena Ramona, Landero luchaba por evadirse, pendiente por el compromiso de encontrarse con Eduardo Lora en San Juan, cuando pasaran para Cartagena.

  • Hay, Landero, no se vaya todavía, le dijeron en la finca.

Pero Landero se echó el acordeón al hombro y cogió camino, rumbo a San Juan. Cuando llegó al centro apenas halló el fragor de la  noticia. El Jeep Willy terminó por despertar a los san juaneros de la siesta de marzo.

Landero llegó tarde, pero no desistió en la intención de viajar con ellos. Supuso que echarían gasolina en la última bomba, o que comprarían ron de la última tienda.

Landero llegó caminando hasta la última tienda, con el acordeón terciado en la espalda. Y tal como lo había sospechado, los parranderos echaron gasolina al frente y partieron, tocando el disco la Molinera de Rafael Escalona y tocando palma. Al volante iba el Sargento Vásquez, al acordeón iba Héctor Romero Vásquez, El Yulero Alandete iba en el puesto de copiloto y atrás Eduardo Lora, tocando la guacharaca.

Andrés Landero no pidió una gaseosa para sofocar la caminata y pasar el trago amargo por haberse quedado. No había terminado de tomarse la gaseosa, cuando ya venía la noticia, Eduardo Lora se había matado en la loma La Venera.

Héctor Romero Buelvas, único sobreviviente del accidente, dice que el auto tomó la curva muy abierto, porque Vásquez iba  tocando las palmas y soltó la cabrilla. El jeep pisó terreno  falso y se fue en el precipicio. Eduardo Lora trató de sostenerse con la guacharaca, pero fue degollado por un alambre de la cerca.

Romero fue llevado a Cartagena con varias fracturas. Tenía mucha piedrecilla de la arena en la cabeza. Duró un mes internado, durante lo cual no le dijeron que Eduardo había muerto.

La crónica de la canción es otro cuento, donde Landero da respuesta a los cinco interrogantes de la teoría de la comunicación expuestos por Harold  Lasswell, a quien no conoció.

El accidente sucedió  en la tarde del 19 de marzo de 1953, un día como hoy.