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Por: Roberto Goji
A veces, el mayor obstáculo para transformar un territorio no es la falta de recursos, sino la incapacidad de reconocer el valor de lo que ya tenemos frente a los ojos.
Hay territorios que se piensan desde la falta. No por lo que son, sino por lo que aún no tienen: caminos, recursos, oportunidades, respuestas. Y entonces, toda la conversación se organiza alrededor de eso —de lo que no hay. Como si no existiera otra forma de hablar del desarrollo que no fuera desde el déficit.
Se diagnostica desde la carencia, se planifica para compensar, y se actúa —una y otra vez— desde la urgencia, no desde la dirección.
Pero… ¿y si hay otra manera de mirar?
Una que no ignora lo que falta, pero que empieza por ver lo que ya está. Lo que sí funciona. Lo que resiste a pesar de las circunstancias. Lo que, aunque no tenga nombre, viene sosteniendo la vida de ese territorio desde hace mucho tiempo atrás.
No hablo de potencial, de eso también escuchamos mucha narrativa vacía. No hablo de promesas ni de proyecciones. Hablo de lo que ya existe y tiene valor, aunque no haya sido tratado como tal.
Me refiero a capacidades instaladas. Conocimiento acumulado. Prácticas que se repiten no por inercia, sino porque alguna vez resolvieron algo. Experiencias que no se sistematizaron, pero dejaron huella.
Justo allí está el verdadero capital intelectual territorial.
No es un recurso blando, como algunos podrían suponer. Tampoco una metáfora simpática para agradar. Es, en esencia, la diferencia entre un territorio que improvisa… y uno que piensa con lo que ya sabe.
Pero claro —eso no aparece solo.
Esa capacidad de pensar con lo propio necesita estructura. Un diseño estratégico. Un sistema que conecte elementos que ya existen pero que están sueltos, dispersos o aislados, de modo que empiecen a operar juntos, a generar sentido, dirección o valor.
Porque hay que ser claros: lo que no se estructura… no se usa. Y lo que no se usa… ¡no pesa! En otras palabras, queda atrapado en informes que nadie abre, en cabezas que no conversan, en prácticas que no se conectan.
He visto regiones con una cantidad enorme de saber y experiencia ser tratadas como si fueran terreno virgen. Como si todo tuviera que empezar de cero. Mucho síndrome de Adán.
Y he visto también cómo eso desgasta, cómo se consume la energía de quienes intentan impulsar procesos distintos. Porque cuando lo ya aprendido no cuenta, cada intento de transformación se vuelve más costoso, más lento, más solitario.
Es común ver cómo se repiten errores que ya se habían entendido. Los mismos ciclos. Las mismas decisiones. Los mismos desvíos. No porque falte capacidad. No porque nadie lo haya vivido antes. Sino porque lo aprendido no quedó disponible. No se convirtió en criterio. No se convirtió en sistema.
Lo que una vez se comprendió termina perdido en la memoria de alguien que ya no está, en un informe que nadie vuelve revisar, en una conversación que no fue documentada. Y entonces, lo valioso se diluye —así de rápido—. Se repite lo que ya dolió. Se reinventa lo que ya había funcionado. Y lo que parecía falta de inteligencia… es, en realidad, falta de estructura.
Cuando eso pasa, el saber se fragmenta. La experiencia se vuelve anecdótica. Y lo que debería ser una ventaja… se convierte en un gran peso muerto.
En conclusión: un territorio que no capitaliza lo que ya sabe, termina tomando decisiones desconectadas. Repite. Subcontrata lo que podría hacer por sí mismo. Y en el fondo, se debilita.
Diseñar desde el capital intelectual de un territorio no es inventar nada.
Es reconocer lo que está… descubrirlo, estructurarlo, valorizarlo… y convertirlo en ventaja estratégica para el desarrollo con impacto positivo.
Ese es el punto de partida de cualquier ventaja real. No lo que viene de afuera. Lo que está adentro —y aún no ha sido activado.
roberto.goji@miurahub