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¡Se aquietan o llamo a la Policía!

Por: Emilio Gutiérrez Yance

¡Se aquietan o llamo a la Policía! era en otrora la sentencia de un adulto para que niños y adolescentes entraran en cintura ante algún tipo de desorden o discusión que se presentara. “Era una frase que enmarcaba el respeto por la autoridad”.

En mi infancia era tanta la admiración que sentía por esos “caballeros valientes” que no importaron los obstáculos para convertirme en uno de ellos y hoy portar con orgullo el uniforme que me da la autoridad para servir a la Patria con un enfoque humano para consolidar la confianza social y aportar al desarrollo del país. “Soy consciente del gran reto frente a tantas amenazas pero mis fortalezas me inspiran a seguir adelante sirviendo dedicación y honor”.

Hace años cuando había una riña u otro tipo de conflicto, llegaba un Policía e inmediatamente el panorama cambiaba, se sentía el aroma del orden. Verlo o verlos llegar era sinónimo de tranquilidad para la gente, incluso para quienes se enfrentaban entre sí.

De niños, en algún momento, muchos pensamos en ser Policías. En nuestros juegos de calle era infaltable jugar a Policías y Ladrones. Las discusiones se armaban sobre quienes serían los buenos y quienes los malos.

Surgía entonces una especie de sicología infantil donde simplemente, el niño o la niña era consciente de lo que significaba ser un representante del orden y el rol que tendría en el juego frente a quien hacía el papel de malo.

Todo se explicaba en aquella regla no escrita del juego que nadie jamás, ni en los peores momentos en los que ganar o perder dependía de una decisión, se atrevió a violar: El niño Policía respetaba la vida de su adversario y no podía actuar en contra de sus valores de los que seguramente, a esa edad, muy poco o nada conocían, pero respetaban.

Un ejemplo: Al encontrar a un niño del equipo de los ladrones y sorprenderlo por la espalda, el niño en el rol de oficial debía gritar: ¡Alto, manos arriba o disparo!

El niño con el papel de infractor de la ley tenía sus alternativas claras: se rendía y podía jugar en la siguiente ronda o intentaba, al mejor estilo de un vaquero de películas del antiguo oeste, un movimiento inverosímil y rápido para accionar su arma antes que el Policía.

El que perdía recibía el impacto de un chorrito de agua. La ventaja del Policía era clara. El niño bandido se rendía y no tentaba su suerte.

Obviamente había quienes desafiaban el destino y resultaban mojados. Ellos debían esperar toda la ronda, generalmente dos partidos, para volver a jugar. Por eso muchos preferían levantar las manos y rendirse.

Es precisamente en ese pequeño pasaje en el que viene lo llamativo de esa regla que pareciera ser una orden de estricto cumplimiento dada por el niño que todos llevamos dentro, en esa ética infantil el bandido no estaba obligado a dar la voz de alto y pedirle al Policía que se rindiera. Podía disparar a discreción y nunca nadie lo condenó por eso. El niño bandido sabía que podía violar la norma. El niño Policía defendía la norma incluso en perjuicio de su vida.

Como si de una muestra de la nobleza de los caballeros del Amadís de Gaula, los niños que eran del equipo de los Policías, mantenían ese honor y nobleza que solo les otorgaba el estar en desventaja con un rival que no estaba obligado a respetar su vida. El desmedro de su integridad enaltecía su virtud caballeresca y decir “Alto”, significaba estar varios pasos adelante de su adversario en cuanto a dignidad.

Ningún comandante infantil de Policía en el juego violaba la norma. Era preferible perder. Así, el niño y niña Policía que todos los que portamos este uniforme llevamos dentro, nos está dictando desde siempre, que la gallardía y la caballerosidad que da el lucir los colores de la Institución valen mucho, quizás igual o más que nuestra propia vida. “Primero el deber y luego la vida”.

Nuestra Policía Nacional es hija de los principios franceses, de su elegancia y gallardía. El general Marcelino Gilibert, nuestro primer director, un francés, curtido en batallas y hombre de sobrados méritos militares, escogió 450 hombres por poseer “maneras cultas y carácter firme y suave”, como lo escribe el autor Mario Aguilera Peña. Así nace nuestra Institución. Con la característica de la nobleza, de los ideales de los caballeros y la gallardía que nos hace — y disculpen que insista — hombres y mujeres de maneras cultas, carácter firme y suaves.

El mal proceder de algunos integrantes de la Policía Nacional, no puede manchar la solidez y grandeza de nuestra Institución. No puede hacernos olvidar la voz de aquel niño que nos hizo desear este uniforme. Quizás ellos nunca entendieron que ser Policía es enfrentar a los bandidos con la desventaja de ser nobles y gallardos, pues son precisamente esos principios, los que los convierten en el equipo de los buenos.

No se trata de palabras huecas o retórica vencida en el tiempo por el calor de las circunstancias. Esa orden de “¡Alto, ríndase o disparo!” debe ser el eje de nuestro comportamiento y marcar la diferencia con el bandido que combatimos. Eso y solo eso, no nos hace estar del lado de los buenos.

Es el precio de ser Policía, como el precio que paga el médico o la enfermera, que contraen el virus o la enfermedad del paciente que tratan, es el precio que, sin duda, la inmensa mayoría paga al mantener vivos esos principios.

Hombres y mujeres de honor dispuestos a dar la vida en el ejercicio de su misión, defendiendo a las comunidades y resolviendo conflictos con el único propósito de mantener el orden y una sana convivencia regidos por los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, honradez, y respeto a los derechos humanos.

Señores policiales, hay que aprender atemperar la problemática que se nos presenta en la jurisdicción porque con un mal proceder enlodamos la imagen institucional que es la que representamos por medio de esta investidura llamada uniforme.

La Policía es autoridad en la sociedad, así como el padre es autoridad en el hogar. Esa autoridad debe inspirar una gran confianza cuya mayor virtud y muestra es el respeto.