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“Denigren, que algo queda”

Por Juan Carlos Guardela

El ejercicio de hablar mal del otro se ha convertido en un regodeo nacional alcanzando niveles alarmantes que destruyen la convivencia civilizada y fomentan una cultura de agresión y desinformación. En este país, las redes sociales y muchos medios de información han sido invadidos por una marea tóxica de insultos, difamaciones y ataques personales, con consecuencias devastadoras para todos.

La agresión, disfrazada de libertad de expresión, se ha convertido en un instrumento para desinformar y dividir. Ya no se trata de expresar opiniones divergentes, sino de difamar, denigrar y destruir la reputación de aquellos que piensan diferente. La intolerancia se ha enraizado en las plataformas digitales, alimentada por la impunidad que rodea a estas agresiones verbales.

Hablar mal de los demás se ha erigido como un rasgo «cool» o de «buen flow«, así esta actividad es elevada a un estatus de relevancia en nuestra vida diaria. Esta visión distorsionada se potencia mediante la influencia de los medios de comunicación y las plataformas sociales, donde la confrontación y la brusquedad son enaltecidas como signos de autenticidad y dominio.

Hablar mal del otro ha adquirido tintes de espectáculo, transformándose en una escena en la cual, desde “influenciadores” hasta figuras públicas, emplean insultos y descalificaciones como herramientas para avivar la controversia y amplificar su audiencia. Esta exaltación de la agresión verbal no solo normaliza conductas perjudiciales, sino que socava la importancia del respeto y la empatía en nuestras interacciones humanas.

Vemos cómo muchos usan su posición para difundir odio y desinformación, incitando a sus seguidores a participar en cruzadas de desprestigio y acoso contra oponentes, como ha pasado en “el golpe blando” que está en ejecución; golpe que sus propios conjurados niegan dentro y fuera de la nación.

Uno de tantos eventos es el siguiente: ante la denuncia del Gobierno de que la derecha propició una “ruptura institucional” el exgobernador de Meta, Juan Guillermo Zuluaga, viajó apurado a la OEA para levantar la voz diciendo que acá la derecha, a la cual pertenece con orgullo, no tiene “ninguna intención, en el país, de sacar al presidente Petro del poder”. Pero, como no le prestaron atención, ahora asegura en los medios que los organismos multilaterales (OEA, la ONU o la Cidh), son de izquierda.

El ejercicio de hablar mal no solo afecta a los individuos directamente implicados, sino que también tiene consecuencias para la sociedad. Fomenta un clima de desconfianza y hostilidad, obstaculiza el debate público genuino y dificulta la búsqueda de soluciones a los problemas reales como sociedad.

Pero la prensa tiene gran parte de la responsabilidad. Hay que distinguir el litigio político legítimo del comportamiento no ético de algunos periodistas que comprometen la integridad del proceso informativo y el debate público con mentiras y narrativas oscuras. Esto último debería verse como crisis de la sociedad. Los periodistas no deben tomar partido porque traicionan el compromiso fundamental con la objetividad y la imparcialidad.

Cuando un periodista dispara a uno de los flancos para defender sus intereses sacrifica la integridad de la profesión y desvirtúa su papel en la sociedad. En lugar de servir al interés público, el partidismo en el periodismo sirve únicamente a agendas políticas estrechas, debilitando así la democracia y la salud del discurso público. Más temprano que tarde la gente se dará cuenta de quiénes son los que difunden información falsa y sesgada, y quiénes manipulan los hechos.

Vale la pena recordar aquí lo que les imprecaba a los periodistas novatos el olvidado cronista Antonio J. Olier, corresponsal de El Espectador en Cartagena, al llegar a la redacción en las mañanas, gritaba: «¡Denigren, que algo queda!» Lo decía “a contrario sensu” y para recalcarles que la vida ajena se respeta.