Hay momentos —y este es uno de ellos— en los que todo parece moverse al mismo tiempo. No es solo una sensación: los mercados se sacuden, las tecnologías envejecen antes de madurar, los modelos de negocio se transforman —o pivotan— con una velocidad que desafía la lógica, y los equipos humanos, cada vez más agotados, intentan sostener el timón mientras la dirección del viento cambia sin previo aviso.
La incertidumbre dejó de ser un evento excepcional para convertirse en el entorno habitual en el que operan las organizaciones. Y para confirmarlo, miremos este dato del World Economic Forum: el 70% de los líderes empresariales afirma que sus organizaciones enfrentan cambios más constantes, inesperados y de mayor impacto que en cualquier otro momento de los últimos años. Ya no hablamos sólo de adaptarse al cambio, sino de hacerlo sin mapa, sin señales, con múltiples frentes moviéndose al mismo tiempo. En este escenario, liderar dejó de ser ejecutar un plan trazado con lógica y previsión, hoy se parece más a pilotar un avión en plena tormenta sin visibilidad total, con turbulencias constantes, y donde cada decisión —por mínima que parezca— puede marcar la diferencia entre mantenerse en el aire, desviarse del rumbo… o caer.
La planificación estratégica, que durante décadas fue símbolo de control y previsión, hoy se ve interrumpida por lo inesperado. Un informe de McKinsey lo resume con claridad: el 85% de las organizaciones que intentan planificar a más de cinco años, terminan reestructurando sus estrategias antes de cumplir el tercero. Y lo más inquietante no es que el cambio se acelere —eso, en el fondo, ya lo sabíamos—, sino que cada vez resulta más difícil anticiparlo, la velocidad del entorno supera la capacidad de predicción, desborda los márgenes de los planes, invalida en cuestión de días lo que parecía firme apenas semanas atrás. Lo que antes ofrecía puntos de apoyo —procesos estables, modelos probados, tendencias proyectables— hoy se revela como frágil, inestable, e incluso obsoleto antes de consolidarse del todo.
Las metodologías que prometían control pierden vigencia casi al mismo ritmo en que se documentan; las proyecciones, lejos de servir como guía, se convierten en fotografías borrosas de un paisaje que ya ha cambiado; y las decisiones estratégicas, que solían apoyarse en patrones históricos, hoy tropiezan con realidades inéditas, escenarios sin cartografía y variables que no caben en ningún modelo.
En este escenario movedizo, la pregunta ya no es solo cómo adaptarse, sino desde dónde hacerlo cuando el terreno cambia bajo los pies y el horizonte ya no marca una dirección clara. Por eso, más que brújulas externas, las organizaciones necesitan descubrir las que ya tienen dentro: esas capacidades que han cultivado sin manual, esa experiencia acumulada que ha resistido más de una tormenta, esos patrones de éxito que repiten sin saber que son oro organizacional.
Porque cuando el futuro es incierto, la verdadera dirección no se compra, no se descarga ni se importa: se construye desde adentro, desde lo que ya se sabe hacer bien y se está listo para capitalizar.
Ahí, en lo profundo del hacer cotidiano, habitan saberes valiosos. Capacidades construidas con práctica, ensayo y error. Soluciones que no están en los manuales, pero que han salvado más de una operación. Experiencias que se repiten con éxito, pero que rara vez se documentan o se proyectan como parte de una estrategia. No estamos frente a una crisis de conocimiento —al contrario, muchas organizaciones saben más de lo que creen—. Estamos frente a una crisis de capitalización del conocimiento.
Y, sin embargo, la reacción más común sigue siendo la misma: buscar respuestas afuera, invertir en herramientas, metodologías, capacitaciones. Ya en 2023, las organizaciones a nivel global destinaban más de 360 mil millones de dólares a soluciones de formación y tecnología empresarial —según datos de Statista—, mientras solo una fracción mínima invertía en estructurar, valorar o proyectar su conocimiento interno. Como si el valor solo pudiera venir desde afuera. Como si lo que ya existe dentro no mereciera ser rescatado, potenciado o capitalizado.
Pero ¿y si lo más valioso no estuviera en lo que falta, sino en lo que ya funciona? ¿Y si el activo más poderoso fuera, precisamente, ese que aún no hemos sabido ver?
En entornos volátiles, los activos más estables no se compran ni se licencian. Están dentro. Y son invisibles… hasta que se estructuran. Ese conocimiento interno —tácito, profundo, específico, muchas veces disperso— puede convertirse en la ventaja más sólida de una organización. Según estudios del MIT Center for Collective Intelligence, las organizaciones que capitalizan sistemáticamente su conocimiento interno tienen hasta 2,5 veces más probabilidades de innovar con éxito que aquellas que dependen exclusivamente de fuentes externas.
Porque no basta con saber. Hay que saber qué se sabe. Y, aún más importante, cómo usarlo para proteger, proyectar y transformar.
Capitalizar el conocimiento no es acumular más, sino extraer más valor de lo que ya existe. Es tomar lo aprendido y volverlo replicable. Tomar lo vivido y volverlo método. Tomar lo propio y convertirlo en diferencial.
No se trata de empezar de cero. Se trata de empezar desde dentro.
La mayoría de las organizaciones no necesitan reinventarse, necesitan reconocerse. Y convertir ese reconocimiento en una fuente de evolución sostenible, porque lo que ya se hace bien puede ser la semilla de lo que se hará mejor. Lo que se sabe, si se estructura, puede amplificarse. Lo que se ha vivido, si se capitaliza, puede convertirse en el activo más estratégico de todos.
Roberto Goji
Ingeniero de Conocimiento. Especialista en transformar saberes y experiencias en activos estratégicos para personas y organizaciones.