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Nos ahoga la injusticia en Cartagena

Por: Laura Romero De La Rosa,

Sobre las pieles negras de cuerpos marginados en los bordes de la Ciénaga de la Virgen, se escriben recuerdos dolorosos que dan muestra de una historia que se repite constantemente en los extramuros del Corralito de Piedra, la memoria colonial pervive hoy más que nunca relegando a gran parte de Cartagena a la desidia y el abandono.

Además del dolor físico y de las necesidades insatisfechas, está la vulnerabilidad de aquellos pedazos de materia humana, carentes de dignidad, destinados a la pobreza, la discriminación, el abandono y a una estructura política y social que fácilmente perpetúa este modelo de vida, el que decidió que Harold David Morales, un joven futbolista de 17 años, no merecía seguir luchando por sueños, rompiendo la norma caminando hacia una vida un poco más próspera para él y su familia.

En el Sermón de las 7 Palabras, Jesús exclamaba ¡Tengo sed! Una sed que trascendía de lo físico a algo intangible, pues su espíritu se encontraba en medio de un profundo dolor y desesperanza, los mismos sentimientos que produce vivir en una ciudad donde pareciera que no hay salida, en la que cada quien sobrevive como puede, donde la delincuencia no solo roba objetos o dinero, también usurpa sueños a quienes suprimen de su vida la infancia o la adolescencia para hacerse adultos a la fuerza en pandillas de barrios como Olaya, Nelson Mandela o las faldas de la Popa, grupos de chicos bañados por las toxicidades de la masculinidad.

Mientras las niñas y adolescentes de esos mismos barrios y muchos otros, por su parte, se estrenan en la maternidad como única opción de vida, cayendo en una trampa de pobreza que las obliga a dejar la escuela u olvidarse de ingresar a la universidad, lo que les impide cualificarse y aprender a valerse por sí mismas, creando un círculo vicioso de dependencia, de negación a sus propias aspiraciones y de privaciones a ese hijo o hija que crece con hambre, bajo el cínico olvido de los gobiernos de turno, a los que parece les preocupa más la fachada de la casa que su propio interior.

En este momento, deberíamos estar despidiendo a Harold al irse nuevamente a sus entrenamientos en Cali, de donde regresó para estar los días de cuarentena con su familia y ayudarle a su madre a solventar algunos gastos trabajando en un lavadero de carros en el barrio San Francisco. Ahora, nos enfrentamos a la dolorosa despedida de no volver a verlo nunca más y afrontar la realidad de que su sueño de ser un gran deportista no sucederá.

En su honor, sus amigos y vecinos organizaron un plantón en donde reclamaron la presencia de las autoridades locales, quienes no pudieron dejar aún más solas a estas personas. En la manifestación nos recordaron que el 10 de septiembre se cumplen tres años de la visita del Papa Francisco y justamente en el barrio natal de Harold, el Pontífice, parafraseando sus palabras, le dijo a la gente que no perdieran la esperanza, pero ya la perdimos con la partida injusta de este joven cuya memoria lucha por no convertirse en una cifra más de muertes resultado de “confusas circunstancias que son materia de investigación”.

Ahora, los gritos de “justicia por Harold” se unen al clamor insaciable de Cartagena que a diario grita herida que tiene sed, aunque está rodeada de agua, lagunas, caños (como el de Juan Angola), es un lugar en donde se produce mucho y de lo que su gente recibe muy poco. Pareciera que luego del impulso tan grande que nos dio el grito de la Independencia, ese tal vez ha sido nuestro único momento para despertar, después de ello solo ha existido un extenso letargo al que nos hemos visto sometidos encerrándonos en una burbuja, acentuando las desigualdades y otorgando más privilegios a aquellos que con dinero dicen resolverlo todo.

Vídeo: Colectivo El Ojo en la Ciudad.

https://www.youtube.com/watch?v=Rs0DiV1pQqE&feature=youtu.be.